La práctica médica debe fundamentarse en datos objetivos, ya que la salud humana es un bien fundamental y cualquier intervención debe garantizar un beneficio real y verificable para los pacientes. Las decisiones médicas, si bien a menudo se basan en la experiencia clínica y el juicio profesional, no pueden depender exclusivamente de la subjetividad o de intuiciones no verificadas, sino que deben sustentarse en evidencias científicas sólidas. Este enfoque permite maximizar la seguridad, eficacia y eficiencia de los tratamientos, reduciendo riesgos innecesarios y asegurando que los recursos sanitarios se utilicen de manera adecuada.
A lo largo de la historia de la medicina, se ha observado que muchas prácticas terapéuticas han surgido sin una base científica sólida, a menudo influenciadas por tradiciones culturales, creencias populares o ideologías sin sustento empírico. Sin embargo, estos tratamientos no siempre han mostrado ser efectivos, y en ocasiones, han podido resultar peligrosos o ineficaces. Este panorama dio lugar a la necesidad de un enfoque más riguroso y sistemático, que pudiera discernir entre tratamientos útiles y aquellos que carecen de validez científica.
El movimiento de la «medicina basada en la evidencia» (MBE) surge como respuesta a esta situación, buscando transformar la práctica médica mediante el uso de datos objetivos obtenidos de investigaciones científicas controladas. La MBE integra la mejor evidencia disponible, proveniente de estudios clínicos bien diseñados, que permiten evaluar de manera precisa la eficacia y la seguridad de los tratamientos. Este enfoque también considera la experiencia y el juicio clínico, así como las preferencias y valores del paciente, pero siempre partiendo de la base de que la evidencia científica objetiva debe ser el pilar central.
La medicina basada en la evidencia ha demostrado ser fundamental para el avance de la salud pública, pues su enfoque en datos objetivos contribuye a la mejora continua de las prácticas médicas. Gracias a este paradigma, se han logrado desarrollar y validar terapias eficaces, eliminando enfoques innecesarios o peligrosos que en el pasado pudieron haberse adoptado. De este modo, la MBE no solo promueve la salud individual, sino que también optimiza el funcionamiento de los sistemas de salud a nivel global.
Frente a este panorama, han emergido terapias denominadas no convencionales o complementarias, que, a pesar de ser reclamadas por una parte importante de la sociedad occidental, no siempre cuentan con el respaldo de la evidencia científica necesaria para validar su uso generalizado. Muchas de estas terapias no se someten a los estrictos controles y estudios que exige la medicina convencional, lo que dificulta su evaluación rigurosa. Aunque en algunos casos estas prácticas pueden ofrecer alivio a los pacientes, su eficacia y seguridad no siempre están demostradas, lo que plantea interrogantes sobre su incorporación en tratamientos médicos estándar.
Además, el auge de estas terapias puede estar influido por factores culturales, el acceso a información poco rigurosa o la percepción de que lo «natural» o «alternativo» es menos invasivo o más saludable. No obstante, esta tendencia no debe interferir con el desarrollo de una medicina basada en datos objetivos, ya que, aunque es válido considerar las preferencias de los pacientes, la intervención médica debe fundamentarse en la ciencia para evitar potenciales riesgos y garantizar que los tratamientos propuestos sean los más adecuados para cada situación clínica.
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